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30 de agosto de 2016    Post #1094
Las memorias del papel

Los tiempos cambian. No son ni mejores ni peores. Sólo son. O cada quién le asignará su valoración personal. La lectura y su rito. La memoria de lector y sin más pretensiones que serlo en ese estado anónimo y silencioso. Y los diarios ahí, presentes. Y de repente de la nebulosa gaseosa de la memoria […]

Los tiempos cambian. No son ni mejores ni peores. Sólo son. O cada quién le asignará su valoración personal. La lectura y su rito. La memoria de lector y sin más pretensiones que serlo en ese estado anónimo y silencioso. Y los diarios ahí, presentes.


the_beatles

Y de repente de la nebulosa gaseosa de la memoria llega el recuerdo algo poroso de ese instante en que los domingos llegaba el diario a casa. Eran dos. Clarín y Página 12. Estábamos transitando los primeros pasos de la democracia en Argentina y el reloj biológico me despertaba, puntual, más o menos a las 10 y ya mi madre a esa hora había leído uno de los diarios o los había repasado. Ventajas de levantarse temprano. Igual, siempre quedaba un diario disponible. Esos domingos pasaban lentos. Había o sobraba el tiempo para todo o casi todo. Con esa ventaja de no saber que hora era. Tampoco importaba demasiado y así pasaban una a una delante de mi ojos las páginas en blanco y negro de esos diarios. Era un ritual. Silencioso. Sólo surcado por esa voz interior que cada uno le pone a la lectura y que no es más que la propia que intenta hablar incrustada en un tubo o arrinconada por el silencio interior.

Que llegaran dos diarios a la casa todos los domingos era (es) un presupuesto. Con los ojos de hoy, pienso que si llegan dos diarios a tu casa, además de tener un buen nivel de ingresos, son dos formas de ver el mundo. Dos ventanas. Uno elige por donde asomarse a mirarlo. O lo mira por ambas ventanas. Después de todo uno paga por ello y descubre que lo mejor es construirse su propia ventana. Durante la mañana de aquellos domingos, avanzaba la mañana y aquellos diarios empezaban a transformarse en un desparramo de hojas y en un revoltijo indescifrable que yacían sobre la la mesa de la cocina luego de pasar por la rigurosa selección de lectura que hacía mi madre. Después me tocaba a mi juntarlos y ordenarlos para desordenarlos otra vez y crear mi nuevo y desordenado orden de lectura. Había, cada tanto, una recomendación sobre que leer. Los domingos eran para leer. Silenciosos y lentos. La tele nos miraba con envidia. La radio enmudecía casi todo el día. No había internet. ni celulares, ni correo electrónico, ni tabletas. Ni redes sociales. Y no es ni bueno ni malo, hoy todo cambió y uno se adapta, como puede y si puede.

Sólo rompía aquel silencio dominical otro ritual. La vecina que tocaba el timbre en la tarde para llevarse de prestado Clarín y al que tal vez volvía a someter a un nuevo escrutinio de lectura, desorden y desparramo de páginas. A veces nos devolvía el diario marcado y garabateado con tinta de birome azul pero ya era otro diario. Tenía color y subrayadas oraciones en algunas notas y artículos. En esa devolución mi madre empezaba, como al pasar, a comentar alguna nota con la vecina. Casi nunca coincidían en la lectura pero igual se informaban de aquello que la otra no había leído, lo cual les ampliaba el espectro informativo. Cuando coincidían en la lectura, la charla se estiraba casi al infinito con mi madre parada en la puerta del departamento y la vecina parada en la suya. Las voces se agigantaban en el pasillo por el eco del edificio. Tal vez los otros vecinos que se levantaban bien tarde y que no habían comprado el diario, ya tenían un primer menú informativo de viva voz y hasta con interpretaciones y opiniones libres de radio pasillo. Una especie de red social mínima y directa de lector a lector (consumer to consumer, sería décadas después). Luego caía la tarde. Empezaba la radio a sacudirse la modorra del silencio de la casa por que empezaban los partidos de fútbol. La tele seguiría en silencio hasta entrada la noche donde deslumbraba El Show de Tato Bores. A esa hora los diarios ya gastados y desordenados y sin que nadie tenga intenciones de volver a leerlos, se apilaban en algún rincón de la cocina. El domingo se extinguía suave y lento. Hasta que dentro de una semana el silencio y la lectura fueran de nuevo convocados y se inicie el ritual dominguero.


 

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